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Sería trágico, si no fuera absurdo. Absurdo en su sentido más literal: la incapacidad de oír. ¿Estamos sordos? ¿En qué momento decretamos que la palabra del otro tendría que tornarse silencio? Si fuera trágico, tendríamos un conflicto innegociable. Este, seguro, no lo es.

Para un E.F niño y un E.F grande

Hace poco, hablé con una amiga de Argentina, que trabaja en la Universidad de Buenos Aires, y ella me contó una historia muy curiosa que había pasado en el pueblo donde todavía vive su abuela casi centenaria, en el interior del país. La historia sucedió en una guardería y empezó hace pocos años, con un nene que llevó un chupetín rojo, mientras las mamás y los papás hacían en el grupo de whatsapp una campaña en contra de los colorantes rojo y amarillo. La directora de la guardería, muy atenta al clamor de las familias y a los peligros de los colorantes, pronto decidió que el “delincuente” de tres años no debería regresar a la compañía de sus inocentes amiguitos. Al día siguiente de los griteríos en contra de los chupetines rojos y amarillos, nunca más se habló de E.A.

Pero la inconsecuencia imperdonable de aquellos “bebotes” parecía apenas haber empezado. Dos días después, una nena con instintos feroces mordió a su compañerita mientras merendaban. Entre manzanas saludables y un rico trocito de brazo infantil, D.G, de apenas1 añito, estuvo por última vez en aquella hermosa guardería. El motivo de su aislamiento forzado era bastante explícito: en el brazo desu amiguita residía la prueba de su peligro social, y la directora, una vez más, tuvo que oír el clamor general de las familias atentas y preocupadas con los colorantes y los mordiscones. Y así siguieron los días de furia en aquel hermoso lugar.

Como una plaga o algo del género, un niño, hijo de la mamá y del papá que administraban el grupo “Familia, amor y empatía”, mordió en un mismo día a 5 de sus amiguitos, mientras jugaban con la pelotita de cuero vegetal en el campo sintético libre de hormigas. Con la jurisprudencia del caso D.G, prontamente las familias se juntaron para exigir la expulsión de L.Z, 4 años. En el grupo, se intercambiaron miles de mensajes. MILES. En un principio, se armó un consenso entre más o menos 20 familias en contra del pequeño Hannibal Lecter / Suárez, pero pronto una mamá de otra nena, que ni entraba en la historia, dijo que los que estaban protestando tenían prejuicios porque el niño tenía TDAH (aunque nadie lo supiera y ni los padres lo hubieran mencionado) y que todos no eran más que una manga de capacitistas-fascistas odiosos. Muy atentos y conscientes a lo que se les presentaba en aquel momento, el grupo de 20 familias muy pronto se deshizo y solo quedaron las 5 familias “victimadas”, que prontamente fueron tachadas del grupo de whatsaap. En la semana siguiente, la directora invitó a las familias mordidas a irse de la guardería, “para cuidar mejor de la integridad física de sus hijos”.

De manera general, como les suele pasar a las guarderías chiquitas, saludables, con juguetes de madera, clases infantiles de yoga y altas cuotas mensuales, todo gira alrededor de poquitos niños. Esta, en específico, tenía poco más que 30. Pero solo en aquellas pocas semanas, ya se habían ido 6, y lo peor todavía estaba por suceder.

Cuatro días después, una nena de 5 años propuso un nuevo jueguito a los compañeros. El juego era sencillo y consistía básicamente en jugar como caballitos, uno arriba del otro, diciendo “dale, amor”. Mientras la maestra jardinera cuidaba de los más de 20 chicos y miraba a cada tanto su cuenta en el Tinder, una pandilla de nenes amorosos jugaba contenta a la novedad. La directora, espantada con la euforia que se escuchaba desde su oficina, se asomó a la ventanilla de la clase y vio aquel terrible “Sodoma y Gomorra” que se había armado en su guardería. Prontamente, dio un grito y puso un punto final en aquella escena dantesca. Horas después, echó a la maestra, y se puso a rezar en su altar de cristales y dioses hindús para que la historia no saliese de aquella salita.

Lo que pasa es que, en el tribunal de las redes sociales, parece que los dioses no tienen poder y, también rápidamente, se armó un griterío que transbordó del aquel “Familia, amor y empatía”, llegando a otro grupo llamado “Papás y mamás unidos”, un poco más grande, que abarcaba familias de la otra guardería de la ciudad y que frecuentaban la misma cancha de Paddle los domingos. ¿Pero cómo la historia se había ido de las manos tan cuidadosas de la directora? Eso era lo que ella se preguntaba mientras leía los mensajes horribles y amenazantes en las redes a cerca de su guardería. Bueno, lo que pasó fue muy simple: los niños que habían jugado al “dale, amor”, volvieron a su hogar pidiendo, enloquecidamente, la novedad a sus papás, pero con un agravante: ellos querían que sus papás y sus mamás lo hicieran como les había explicado originalmente el juego su compañerita M.M, tras haber visto a sus papás jugando en la madrugada, al despertarse.

La desesperación fue unánime. Por un lado, algunas familias querían cerrar la guardería en definitivo, prometiendo llevar el caso al noticiero nacional. Por otro, algunas deseaban exponer a la maestra en los grupos de whatsapp de todas las guarderías de la provincia, para que otros papás y mamás guardasen bien su nombre y su cara, por si acaso ella buscara empleo en otra parte. Había aún las familias que exigían que el caso fuera al juzgado de familia, para que los papás de M.M perdiesen su custodia, por haberla expuesto a tal riesgo, mientras otras proponían cosas más puntuales, direccionadas a los niños que en algunos momentos previos ya habían señalado un “comportamiento medio raro”. Según ese pequeño grupo, lo que había pasado a M.M había sido fruto de mala influencia de esos niños y de sus familias que, para esa gente, provendrían de hogares “disfuncionales”, denominación genérica e inespecífica que solamente ellos sabían lo que podría significar.

Por supuesto, dos días después, la noticia estaba en el periódico del domingo de aquel pueblo de poco más de 20 mil habitantes, y hasta hoy no se sabe muy bien si la directora se salvó por las buenas relaciones de su familia exportadora de soja o por los dioses hindús de su altar. La guardería no fue clausurada, y la historia cambió completamente. Los papás de M.M se trasladaron a otra provincia y unos cuantos chiquilines, 10 u 11, aquellos de las familias “disfuncionales”, se fueron a una guardería un poco más lejos del centro (había que cruzar la línea férrea). En ese mismo periódico, en la primera tapa se veía la foto de la directora, rodeada de hermosos nenes, con la frase “Hay que cuidar a la infancia”, con su emocionado relato de todo lo que había hecho en aquellos días para sanar completamente aquella plaga que había asolado la inocente niñez de sus gordos y sanos “hijos de corazón”, como ella misma los nombraba.

Con un prejuicio financiero considerable, la guardería siguió con más o menos diez niños, y se lanzó al mercado de la educación infantil como un espacio de distinción y cuidado personalizado, ahora con un incremento bilingüe. Contrató a dos chicas de buenas familias de la ciudad que recién habían regresado de un intercambio en Estados Unidos y que, a pesar de muy jovencitas y sin formación pedagógica, estaban muy preparadas para cuidar a los chicos y enseñarles con fluidez la lengua inglesa. La mensualidad, por ende, subió de precio y ella pronto logró un 20% de ganancia con los 10 que se habían quedado y otros cinco que ingresaron, tras un extenso proceso de admisión y una severa lista de espera para aquellas pocas plazas que ahora ofrecía su guardería.

Las cosas iban muy bien: los chicos comían comidas sanas, manzanas orgánicas, bollitos de soja y jugo de pomelo de los Andes. Contenta y amorosa, la directora vivía sus días de armonía mientras los meses pasaban. Los papás y las mamás, orgullosos, decían en sus grupos de amigos que sus hijos volvían a sus hogares pidiéndoles “Apple”, y contestaban “thank you”, en lugar de “gracias”. La guardería, como la directora, vivía su esplendor. Al fin de aquel año, una lista de espera de más de 40 niños de las ciudades vecinas reposaba en su oficina, mientras ella negociaba el terreno de al lado para ampliar su acogedora guardería. Por supuesto, entre los candidatos había gente de mala fama en la región, gente “del otro lado de la vía”, gente que podría hacerla recordar la pesadilla de aquel chupetín de frutilla, del mordiscón y, ni decir, del juego nefando. Entre muchos criterios definidos por ella y un educador canadiense, contratado para ello, con quien hablaba diariamente por teleconferencia, 15 niños y niñas fueron severamente seleccionados, recomponiendo los 30 con los cuales había formado su guardería años antes.

El año empezó con un animado “brunch” de bienvenida. Cada uno, a su manera, improvisaba con lo que sabía de inglés. Hay relatos de que fue un día hermoso, o mejor, “very beautiful”, como salió escrito en una nota del periódico, donde se comentaba el evento. Ahora, incluso los nietos del dueño del dicho periódico iban a la guardería. Todo caminaba muy bien.

Lo que pasa es que lo que nos encanta en la niñez, que es justamente la capacidad creativa, muchas veces suele mostrarse de mil maneras impredecibles. Y fue lo que pasó. Un buen día, dos hermanos gemelos, de aproximadamente 4 años, llegaron a clase diciendo en secreto con sus compañeritos una nueva palabra: “shit”. Según me dijo mi amiga (la verdad es que ella no supo muy bien cómo se produjo todo lo que sucedió después), parece que los niños se pusieron muy animados porque la palabra sonaba como el sonido que hacían las maestras al pedir silencio, pero cuando ellos decían “shit”, ellas contestaban que aquella palabra era fea y que no se podría decir. Una vez más, de regreso a sus casas, lo primero que hicieron fue decir en moto-continuo “shit, shit, shit”, y, una vez más, la directora se desesperó. Al día siguiente, echó de su guardería a las maestras, a los gemelos y a un par de niños más.

Sintiéndose “cancelados”, las maestras (junto a la del Tinder), los padres de los gemelos y de los demás, armaron una página en el Instagram a la que nombraron “Jardín de las pesadillas”, en una alusión clara a la guardería, que se llamaba “Jardín de los sueños”. En esa página, las maestras postaron fotos de las manzanas que la directora compraba en el mercado mayorista de otra ciudad y decía que eran orgánicas; las cajas de los bollitos industrializados de soja, mezclados con restos de pollo; las cajas de jugo de pomelo chinés; seguidas de las hashtags #comidabasura #nenesenpeligro #clausuraya.

Esa vez no hubo periódicos, ni familia, ni dioses que la pudiesen salvar. Los padres se enojaron muchísimo y armaron un nuevo grupo de whatsapp: “Justicia ya!”. En aquella misma noche, armados con sacos de supermercado, empezaron a tirar sus cacas llenas de proteína bovina a la fachada de la guardería. El muro de colores amarillo y rojo, donde se veían hermosos dibujos hechos por los propios nenes, se puso marrón. Vinieron la policía, el intendente, el fotógrafo y el periodista a ver lo que aquellos papás y mamás devotados habían hecho.

La directora intentaba desdecir lo que se veía en las fotos de Instagram, argumentando que todo no dejaba de ser una venganza por sus decisiones impopulares, pero la furia de la gente no le dejaba hablar. En medio de la confusión, algunos padres se volvieron en contra de las maestras (que también estaban presentes en la revancha de la caca), responsabilizándolas por el descuido con el vocabulario de sus hijos. El recuerdo del estopín hizo que otros padres más empezaran a pelear con los padres de los gemelos, gritándoles malas palabras en castellano. Mirando desde la ventana, los padres del niño del chupetín rojo vieron lo que sucedía, aprovecharon la ocasión y llamaron a las otras familias antes echadas de la guardería para que se juntaran a los descontentos.

Mientras cada uno intentaba hablar de lo que le había pasado, buscando en aquella ocasión hablar de lo ocurrido en otros episodios, el fotógrafo hacía una transmisión en vivo en las redes sociales del periódico, intercalando el griterío de la gente con relatos de mamás y papás sobre la guardería, el chupetín, el mordiscón, las malas palabras, en fin, sobre todo lo que había puesto en riesgo la feliz e inocente niñez de sus hijos.

Por supuesto, la noche fue larga y toda la ciudad se involucró en lo que había pasado en aquel lugar donde, como me contó mi amiga, se había instalado un “Jardín de las perdiciones”.

Días después, la directora hizo las valijas y se fue de vacaciones a España, con su pasaporte europeo de familia. El papá y la mamá de los gemelos hicieron por internet amistad con el papá y la mamá de M.M y se fueron a vivir a la misma ciudad donde ellos se habían instalado después de aquel terrible episodio años antes.

Hay relatos de que, cuando se juntan a comer un asado, los chicos juegan felices a algo así como “shit, dale amor”, que no se sabe muy bien lo que es. Lo bueno es que, también por lo que dicen, no se muerden, ni tampoco piden chupetines rojos. Ojalá, un día, a su manera, puedan contar su historia a alguien dispuesto a oírlos.

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Maria Fernanda Gárbero

Maria Fernanda Gárbero é mineira, escritora, tradutora e professora de Teoria da Literatura. Há mais de duas décadas, dedica-se às pesquisas sobre maternidade, silenciamento da mulher e estratégias de resistência pelas artes. É autora do livro Madres: à memória do sangue, o legado ao revés (NEA, 2021), Antígona Bel (Telha, 2022) e de diversos artigos sobre tradução teatral e recepção de personagens trágicas na literatura, no cinema e no teatro. Traduziu para o português a Trilogia trágica (Kallaikia, 2019), de Mariana Percovich, e A fronteira (UFPR, 2021), de David Cureses, entre outros textos do espanhol, italiano, catalão e galego. Ao lado do ator e diretor teatral Guarnier, dirige a Cia. de Teatro Skené, na UFRRJ, campus Baixada Fluminense.

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