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El placer de un viaje (no) empieza en el avión

Recuerdo que, cuando yo era chica, viajar en avión tenía charm. Las mujeres se vestían elegantemente para encarar las más de diez horas que suponía ir a otro continente. Con zapatos de taco alto caminaban hacia el avión por la pista –no había mangas en aquella época– y subían por la escalerilla haciendo chau con la mano a los familiares que iban al aeropuerto a despedir a los afortunados que podían hacer un viaje de esos. El esfuerzo de la caminata se veía compensado al poder sacarse los zapatos de taco alto a la noche para dormir. Craso error: a la mañana siguiente, con los pies hinchados por dormir sentadas ponérselos sería un verdadero triunfo. Adiós al caminar elegante y cada paso sería un esfuerzo. Hoy en día hemos ganado en practicidad y elegimos zapatos cómodos, de preferencia zapatillas, que no nos juegan una mala pasada a la llegada. De la misma forma en que hemos aprendido a viajar pensando en la comodidad, la hemos perdido: los asientos han encogido y prácticamente no permiten cambiar de posición. Por la mañana el calzado cómodo nos entra perfectamente: el problema está en el malabarismo que hay que hacer para ponérselos sin darle un codazo al pasajero de al lado. Y eso sin contar el dolor de piernas, de espalda, de cuello, de todo por haber pasado tantas horas en la misma posición.

No cabe duda de que los aviones, pese a la parafernalia de entretenimiento que nos brindan en la pantalla que está en el respaldo del asiento de adelante, se han tornado muy incómodos. Al bajar la mesita para poder comer, los pasajeros quedamos atrapados en nuestro medio metro cuadrado y que ni se nos ocurra ir al baño. El pasajero de al lado puede ser gentil y sostener su bandeja en el aire mientras se levanta para que pasemos, siempre y cuando el pasajero de adelante no haya decidido dormir y, claro, bajar su respaldo. Si conseguimos superar esta primera etapa, roguemos al cielo para que el carrito con las bandejas no esté en nuestro camino al baño porque no habrá acrobacia que nos permita pasar del otro lado. Y si conseguimos llegar al baño, mejor ni hablar de las condiciones en que lo vamos a encontrar después de la primera media hora de vuelo.

A pesar de los atrasos, de los vuelos cancelados, de las valijas que se pierden, de la fila en el control de migraciones, de sacarse el cinturón y a veces los zapatos por cuestiones de seguridad, el placer del viaje empieza en el avión.

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María Alicia Manzone Rossi

Argentina, abogada graduada en la UBA (Universidad de Buenos Aires), con posgrado en Ensino de Espanhol para Brasileiros en la PUC-COGEAE-SP. Autora y revisora de materiales didácticos para enseñanza de español de Santillana Español, de Uno Internacional y del Proyecto Fi. Profesora particular y traductora de español.

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